Hay gente de la que no hemos hablado lo suficiente. Sonny Chiba es uno de ellos, y la reciente aparición de una de sus obras Magnas, Killing Machine, en nuestro mercado, marca el momento actual como uno especialmente indicado para recordar a esta superestrella de las hostias niponas. ¿Qué no? Vean el video y atrevansé a decir que no.

Como muchos de ustedes, lectores habituales de Viruete.com, sabrán, el cine japonés es un reflejo de la sociedad que lo produce, con todo lo bueno y lo malo que eso tiene, pero, sobre todo, es raro de cojones. Como los japoneses. Sin embargo, eso juega mucho más a su favor, porque no me irán a comparar películas como El Arca del Espacio con Los Lunes al Sol, que aún no ha llegado el comunismo y aún hay clases: en la primera uno puede alucinar y no enterarse de lo que pasa pero en la segunda uno desearía no enterarse de lo que pasa.

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¿Ha subido el pan? ¿Ha ganado el Barça? ¿Ha perdido Japón la guerra? Tantas emociones en una sola expresión.

La gran variedad de géneros del cine también se ha dado en Japón, claro, pero filtrados por esa mirada rarita que tienen los nipones y que no llegamos a entender muchas veces. Aunque ciertos directores consiguieran el reconocimiento público en occidente, eso se debe más a que adoptaron un estilo de costrucción y narración en las películas que era más occidental que otra cosa. No tienen ustedes más que verse algunas de las películas de Kurosawa (si, ese director que tanto le gusta al conocido ese de las gafas de pasta que, secretamente, empezó a roncar a la mitad de Ran y luego les decía que era una maravilla), como el Infierno del Odio: puro thriller occidental de la época pero con japoneses; o Yojimbo o los Siete Samurais, que no fueron tan difíciles de adaptar para hacer westerns (y además la primera era un Spaghetti-Western). De la Ciencia Ficción ya les he mencionado la de el Arca del Espacio pero busquen y seguro que encontrarán cientos de exploitations de La Guerra de las Galaxias.

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Pero aparte de ese cine que llegó, con mayor o menor dificultad, a occidente y se ganó un reconocimiento en festivales de todo prestigio, existía toda una producción de películas que podríamos decir de serie B que estaban hechas con cierto talento y profesionalidad pero con estilo propio y como muy japonés: por ejemplo, elipsis brutales, transiciones nulas y escenas que, en la misma época, hubieran sido impensables en occidente. Si nos pusieramos en plan Gasset, levantaríamos una ceja, dejaríamos que se nos cayese el monóculo y diríamos que son malas de cojones pero… son divertidas, oigan.

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Uno de los géneros que tiene estas tendencias que comentaba es el de las películas de acción, en el que ya le llevaban ventaja a los hongkoneses cuando John Woo empezó a soltar palomas a cámara lenta (o a quemar santos en la Semana Santa sevillana, para el caso). El mundillo de las películas de acción japonesas tiene también subgéneros argumentales como el de yakuzas y el de mujeres (ya sean yakuzas, vengadoras u otras cosas así, como Lady Snowblood), con sus particularidades.

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Naturalmente, este género tiene sus estrellas, entre las que destaca Sonny Chiba, un tipo carismático que no tiene unos rasgos demasiado asiáticos y que se labró un sitio en la industria sobre todo por su formación en artes marciales (estudió con Masutatsu Oyama, el creador del estilo Kyokushinkai de Karate, un estilo de bestias pardas) y que despegó con el boom de estos filmes asociado a Bruce Lee, si bien llevaba ya una década trabajando en papeles aquí y allá sobre todo en thrillers. Le reconocerán, por cierto, como el Hattori Hanzo de Kill Bill.
Atención: Spoilers.
La película que deseo comentar en este artículo es, precisamente, una de las más representativas de Sonny Chiba: Shôrinji Kempô (el Kempo Shaolín) o The Killing Machine. En este film, que nos indican al principio que se basa en hechos reales habiendo alterado los nombres de ciertas personas y organizaciones, Chiba interpreta a Dôshin Soh, un maestro de Kempo Shaolín que actuó durante la Segunda Guerra Mundial como espía tras las líneas chinas. Al principio de la película, ambientado en 1945, ya a punto de rendirse Japón, Soh se encuentra en un cuartel chino del que consigue escapar con la información de un ataque que van a realizar a base de liarse a hostias y a tiros con una ametralladora que ríase usted de Tony Montana. Cuando llega a la base, sin embargo, sus comandantes le comunican que el Japón se ha rendido y se le cruzan los cables. Un espía se queda sin empleo y nace la versión japonesa de Rambo, ya que se lía a tiros en el despacho del general vaciando el cargador de su ametralladora.

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Naturalmente, después de haberse rendido, los japoneses en el continente tuvieron que ser repatriados a Japón, un auténtico drama, ya que los chinos y los soviéticos los putearon y les hicieron pasar hambre, sed y otras vejaciones. Este drama se refleja en que una chica va a ser entregada a los chinos gozo sexual, lo que impide Soh a base de liarse a hostias con los cobardes oficiales japoneses que buscan comprar la repatriación con ella. Se supone que esto establece el carácter heroico del protagonista, o algo. Sea como fuere, Soh consigue volver a Japón sólo para encontrar un país destrozado por la miseria, el hambre, en el que los coreanos humillan a los japoneses en el tren libremente (ya sabemos que los crímenes de guerra refuerzan la amistad y esas cosas), lo que Soh resuelve, ¿cómo no?, a base de hostias.

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Además, por si fuera poco, en las ciudades las mafias y grupos de gentuza inescrupulosa hacen su Agosto a base de vender suministros americanos en el mercado negro. Soh, en ese ambiente, se yergue en defensor de un grupo de niños de la calle y de las putas del barrio, nuevamente, a base de repartir a diestro y siniestro, pero eso también le pone en el punto de mira de la poli, si bien así conoce a otro soldado vuelto de la guerra y practicante de artes marciales con el que tienen una jovial pelea en la celda de la cárcel.

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Escuela española de Jurisprudencia: «Se que has matado 23 personas con una espátula… pero como me caes bien te voy a dejar salir.

En su puesto de justiciero de los barrios bajos, con la recua de críos a cuestas, además, vuelve a encontrarse con la chavala a la que salvó en la repatriación, si bien no mucho, porque al final la violaron los rusos (¿cómo pasaron de manos de los chinos a los rusos? Especulen, amigos), y a su hermanito, con lo que todos, putas incluidas, forman una feliz familia en los bajos fondos, con puesto de comida y todo. Todo esto se rompe cuando el hermanito es atropellado por un par de americanos en su jeep, a los que Soh decide enseñar modales a mano abierta y puño cerrado, la poli, aguijoneada por el jefe de los yakuza del barrio, trinca al héroe y al talego que va.

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Sin embargo, el jefe de policía, un hombre honesto, decente y nacionalista, sabiendo que a Soh le espera una sentencia larguísima o la horca por haber tullido a los dos yankis, decide dejarlo suelto para que se vaya a otro sitio (un razonamiento judicial digno del derecho procesal de nuestro país). Soh decide marcharse a un pueblo pesquero en otra de las islas de japón para montar allí su Dojo y encontrar su paz interior.

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Lo que ocurre es que en el pueblo éste sólo vuelve a encontrar problemas en la forma de otros yakuzas. Éstos le dan una paliza a un estibador borracho, también ex-soldado, por armar gresca en la disco del pueblo al llamar zorras a las zorras que estaban con los soldados americanos. Soh interrumpe el asunto (vestido con un poncho, porque nada dice “soy chunguísimo” como un poncho) antes de que los matones le curtan del todo y le ofrece que se una a su Dojo, lo que hará después de que su hermana le coma el coco. Curiosamente, el signo de la escuela de Soh es una esvástica (una cruz gamada nazi, vaya): amigos, si además sus karatekas vinieran del espacio exterior y fuesen mutantes la película sería un éxito que se vendería solo. Después de haber conseguido este fichaje, Soh se reencuentra con el tipo con el que peleó en la trena, que anda buscando a su mujer, a la que informaron que había muerto en combate por error y que se mudó. Éste también se une al grupo, claro.

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Poco más tarde, después de un desafío por un judoka que quiere quedarse con su escuela, a la hija del tio del puesto de comida la violan los matones. El buen hombre denuncia a los salvajes que han deshonrado a su hija pero la policía está más corrupta que el ayuntamiento de Gil y los sueltan “por falta de pruebas”. Semejante afrenta sólo puede ser vengada de una forma y Soh, junto al estibador, marchan a por ellos, les dan una paliza y, al que la violó materialmente, Soh le rebana el joystick y lo arroja al pavimento para que inmediatamente un perro aparezca por la esquina y se lleve el mondongo. Si, un perro callejero se lleva el pene cortado del violador. Luego no digan que los japoneses no tienen sentido de la comedia. Lo malo es que en represalia, los matones van a por el estibador y le acaban cortando un brazo. Lo primero que hace Soh es ir a la guarida del jefe de los malos y hacer que el agresor se corte un dedo a lo yakuza (aparte de dar una paliza a todos los matones del pueblo, ya de paso).

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Mientras, el amiguete de la cárcel que iba buscando a su mujer la encuentra en una chabola miserable del pueblo, casada con un coreano pero con un hijo que tuvo con él antes de que fuera al frente, ya que se creía viuda. Es una situación violenta como pocas y además el toque ese de drama con el que poder distraer a las novias después de tanto festín de sangre. Por otro lado, el pobre estibador, deprimido, triste, deshecho, acomplejado, se da al a bebida de la forma más chunga pero Soh, para ayudarle, decide hacer que recupere su dignidad… Si, lo han adivinado: dándole una paliza. Permítanme repetirlo: el héroe de la película, maestro de artes marciales, da una paliza a un manco borracho. Pura comedia, oigan.

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Una vez recuperado el manco, el Dojo vuelve a estar completo pero recibe la visita del jefe de los yakuza del antiguo pueblo de Soh. Las dos bandas se van a unir para hacer negocios y pretende contratar a los del Dojo para que sean sus hombres. No hay que decirlo pero los yakuza se marchan de allí de una pieza por poquito. Pero, además, los yakuza se han reunido para desalojar a los habitantes del barrio de chabolas donde vive la mujer/viuda del de la cárcel con el fin de quedarse los terrenos para un chanchullo inmobiliario. España y Japón: dos culturas, una forma de vida.

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El problema es que a Soh le llega un telegrama que le comunica que su medio-novia, la del hermanito, está muriéndose de tuberculosis (o algo igualmente lamentable), por lo que sale disparado y alcanza a verla sólo para que muera delante de él. Mientras él se halla ocupado con su novia moribunda, sus hombres pelean con los yakuza, pero muere su amigo antes de que él llegue, por lo que consiguen evitar el derribo de las chabolas al coste de su vida. Eso ya es la gota que colma el vaso y Soh decide arreglar cuentas con los yakuza de una vez por todas, desencadenando la pelea definitiva con la que, prácticamente, concluye la película.

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The Killing Machine es una película de artes marciales bastante buena, con coreografías realmente conseguidas en las que la cámara está donde debe estar, una fotografía que explota a fondo el color y una música que no queda mal. Pero ante todo es una película que tiene momentos impagables, sobre todo lo del perro y la paliza al manco. Es cierto que en la primera media hora desprende un tufillo nacionalista japonés que da grima, sobre todo teniendo en cuenta los crímenes de guerra de aquellos pero merece la pena verla porque en la hora y media escasa que dura no hay momento de respiro ni de aburrimiento.
P.S.: por cierto, ¿alguien sabe por qué la pólvora de las películas japonesas brilla en rojo?