Cada vez que tengo que cuidar a mis sobrinas (fíjense que no las llamo las Wallysobrinas o algo así, nadie diría que esto es un blog, ¿eh?), siento que he alcanzado la madurez plena. Cierto, mi afición por los juegos de mesa se ha acentuado hasta lo enfermizo, y me río a carcajadas con los tebeos, cosa que de pequeño no hice nunca. Es posible que sea más selectivo con los dibujos animados, pero mucho más radical con los que me gustan. Y aún sustituyo los finales de las estrofas de las canciones por palabrotas, qué le vamos a hacer.
Pero por otra parte, he empezado a comprender que los niños pueden ser verdaderos toca-cojones, aún sin proponérselo. Imprudentes a más no poder, bombas de relojería programadas para estallar en cualquier momento, autodestruirse y llevarse por delante buena parte del menaje. Y me veo avisando y previniendo, regañando y prohibiendo y, en definitiva, aguándoles la fiesta a las criaturas. Que sé muy bien lo que se siente cuando te lo estás pasando de coña y viene un mayor a darte el alto, que yo también lo he sufrido.

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Voy pues a señalar la viga en mi propio ojo con este repaso a entretenimientos censurados hasta la saciedad en mi casa:
LAS TINIEBLAS.


A ver, normalmente la oscuridad da miedo a muchos niños, pero es el hecho de sentirse solos y desamparados. Si esa negrura se llena de amiguetes en un cumpleaños, pasa a ser pura diversión. Para los padres sugiere peligros a mansalva, sobre todo porque lo que menos necesita una purrela de niños acelerados es no ver por dónde van o qué pueden romper. Además, en una habitación (cuando las casas eran pequeñas y compartíamos un cuarto —minúsculo— con al menos un hermano) no hay mucho sitio donde esconderse, lo que viene a significar camas pisoteadas, armarios manga por hombro y cosas rotas. Y no tienen por qué ser objetos, no, que un cabezazo a oscuras no se esquiva con facilidad y siempre tiene que haber un mellado en clase. Conforme el niño y sus amiguitos crecen, el peligro de que jueguen a las tinieblas tiene más que ver con despertares sexuales que podrían convertir un inocente cumpleaños en Gomorra Elementary School. Total, alguna tocada de culo furtiva y eso, lo que pasa es que los adultos ya se han visto alguna que otra peli porno y se dan a la paranoia.
LOS VIDEOJUEGOS.
Cuando yo jugaba, lo más violento que tenía era el Saboteur y el Renegade. En el resto de juegos, me enfrentaba a serruchos voladores, pelotas que rodaban y arañas de colorines, y generalmente lo que tenía que hacer era esquivarlos, de matar nada. Por tanto, la prohibición venía simplemente porque en mi casa había un sólo televisor y, por supuesto, la jerarquía establecía que antes iban los mayores. Ante la encrucijada de ver la película de sobremesa o a mí intentando pasarme el Bounty Bob Strikes Back y cayéndome al triangular mal uno de los saltos milimétricos que requería (eso sí que estimulaba la coordinación, no el World of Warcraft, eso sólo estimula la atrofia cerebral), la opción paterna era clara. Y ya me podía callar, si no quería que encima me mandaran a echar la siesta (el peor castigo para un niño).

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FÚTBOL CASERO

Siempre el maldito balompié,
denunciaba Don Pantuflo cada vez que Zipi y Zape se ponían a jugar al esférico en la salita azul. Cierto correo electrónico masivo alude a unos supuestos años mozos en los que uno bajaba a jugar a la calle sin miedo (curiosamente, al mismo tiempo esos niños estaban en casa viendo Barrio Sésamo y comiendo pan con nocilla; qué nostalgia, los desdoblamientos), y yo los envidio, porque mi hermano y yo no teníamos tanta libertad. De hecho, al igual que Egon Spengler, teníamos sólo medio balón, porque nuestros padres no creían en los juguetes. Así que nos hacíamos con una pelota de tenis que mi perra tenía para jugar y convocábamos el Trofeo Bernardino Obregón (la calle donde vivíamos; ahora es un punto de recogida de yonkis kunderos). Al peligro añadido de jugar dentro de casa, le sumábamos el siguiente interesante recorrido:
Puerta de entrada (mi portería), siguiendo por el recibidor, hogar de un estante lleno hasta arriba de adornos de esos que llevan un cartel invisible que dice «Me rompo con mirarme», salida al salón justo al lado de un acuario enorme lleno de peces, la tele, un pequeño paso entre una mesa con un jarrón lleno de flores y el sofá en el que mi abuela se sentaba a perpetuidad a ver la tele, hasta alcanzar la portería de mi hermano, que era la puerta corredera de cristal de la terraza. Un poste era la pared, el otro una maceta con un tronco de Brasil. Las cortinas producían la ilusión de redes de portería, así que yo chutaba alegremente.
Inexplicablemente, mis padres nos solían llamar la atención. Mi abuela no, porque vivía un poco en su mundo y encima estaba totalmente sorda, así que la única forma de molestarla era darle un pelotazo, cosa que casi nunca pasaba. Y si pasaba, ella sacaba de banda y solía terminar en remate y golazo mío. Entonces, solía vitorearme con un enérgico «Amos que tener más cuidao que me habéis dao y me podéis romper las gafas, cabrón.»
EL FUGITIVO
Mi hermano me saca ocho años, por tanto poco nos duró la fiebre futbolera. Enseguida él empezó a desarrollar la vagancia adolescente y prefería pegar el culo al sofá. Pero yo, pletórico, rezumando juventud por cada poro, sentía la necesidad de corretear por la casa con algún objetivo. Y así fue como nació El Fugitivo, cuyo inicio siempre se abría con la misma frase: «Te cuento tres». Ese era el corto espacio de tiempo que tenía para quitarme de la vista antes de que me tirase la pelota (con certera puntería, debe de tener sangre élfica). Normalmente, tenía lugar en el salón, para que mi hermano no tuviese más que estar sentado esperando a que yo pasase corriendo. La perra hacía el resto, recogiendo la pelota y llevándosela a mi hermano. Lo que hacía de El Fugitivo un deporte de riesgo no sólo era el implícito en una pelota lanzada dentro de casa, además mi hermano le añadía alicientes como: «Tienes que salir y tocar la pecera», con el consiguiente peligro centralizado en partes concretas de la casa.
EL DRAGÓN BLANCO Y EL DRAGÓN GRIS
Mi madre era reacia a dejar a la perra sola en casa, más que nada porque, aunque era un caniche, tenía la forma de una de esas botellas en las que se meten barquitos en miniatura y seguramente si la dejábamos sola encontraría el modo de abrir la nevera y vaciárnosla. Cuando íbamos de visita a casa de mi tía Pili (aproximadamente cada dos sábados), mi primo Diego y yo empleábamos a mi oronda mascota y a esa cosa extraña que tenía mi tía Pili y a la que llamaba perra en una de nuestras más celebradas (y reprendidas) diversiones: tocarles los huevos hasta que se ponían a ladrar y a intentar mordernos y salir corriendo por la casa gritando ¡El dragón blanco! ¡El dragón gris! (por ser estos los respectivos colores de la cosa extraña y de mi perrabotella). Decir que ambos bichos tenían la mala leche ya de serie y no había grandes requisitos para que se revolviesen contra nosotros, así que no se imaginen barrabasadas. De cualquier manera, ya imaginarán que el jaleo que se organizaba era tan divertido para nosotros como molesto para los mayores, así que poco duraba el juego.

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LAS TORTUGAS NINJA
Único juego que vi razonable que me prohibiesen. Uno asumía el papel del Maestro Astilla y los otros cuatro éramos las tortugas (si el número subía de cinco jugadores, se llamaba simplemente «entrenar»). El entrenamiento siempre era el mismo: técnicas de ocultación, sigilo y esquiva. En pocas palabras, que el maestro tenía un palo y al que pillase a mano le daba un estacazo. A esto no siempre jugábamos al aire libre, a veces usábamos el club social de la urbanización en el pueblo, que daba más juego porque había muebles de por medio y te podías intentar resguardar. Total, al final salíamos con más malos que una estera, pero lo que más nos dolía era la tripa de reírnos (a mí un día me dio en la cabeza de refilón y me meé de risa. Literalmente).
Imagino que ustedes recordarán juegos o diversiones del estilo, así que es buen momento para que desempolven la memoria y las dejen por aquí. Por mi parte, eso es todo por hoy. Sean buenos, no me sean infieles, hasta la próxima entrada.