Hoy vamos a comentar una de esas películas de las que nadie parece acordarse, pero que a la hora de la verdad casi todo el mundo ha visto más de una vez. Incluso que quizá la dejamos cada vez que la ponen en TV. Uno de los productos de acción que tiene esa curiosa virtud de mantener en cierto modo ese «eighties flavour» que tanto nos gusta por estos lares.

Estamos hablando de Road House, titulada en España con toda la alegría del mundo DE PROFESIÓN DURO. Toma ya la chulada. Queda claro desde el principio que la distribuidora española del invento tenía muy claro cómo se debía vender esta película. Y más si tenemos en cuenta que el prota de la misma es nada más ni menos que PATRICK SWAYZE, que en el momento de rodar esta Road House venía de hacer añicos los corazoncitos de miles de niñitas (y no tanto) gracias a ese pastel de babas que es DIRTY DANCING.

El caso es que, en aquel momento, al amigo Patricio ya se le estaba pasando el arroz que le había permitido hasta entonces posicionarse como ídolo de adolescentes. Con casi cuarenta añitos a sus espaldas, este buen mozo ya estaba demasiado crecidito como para interpretar los papeles juveniles que antaño le habían proporcionado una cierta fama; papeles como el de aquel jugador de jockey sobre hielo socarrón y un poco joputa de Youngblood, forja de campeones (aquel curioso engendro pergeñado a la mayor gloria de un olvidado Rob Lowe con canción de Journey incluida) o el del luchador por la libertad al que encarnaba en otro filme mítico de los 80 como era y es AMANECER ROJO, un trabajito muy propio de su autor, el talentoso ultraderechista (incluso para los estándares USA) John Millius.

 

 

Pero vayamos a lo que nos importa: Para 1986 Patrick Swayze andaba cavilando qué hacer con su carrera. La exitosa miniserie / dramón Norte y Sur le había posicionado en cierto sentido como un actor a tener en cuenta para papeles «serios» (digámoslo así). Pero el caso es que el tío se decidió por participar en esa la papillita esa de Dirty Dancing aprovechando su pasado como bailarín (su madre además era coreógrafa). Está claro que olfato comercial no le faltó al decidirse por interpretar al bueno de Johnny Castle: la película era horrorosa (el primero en admitirlo es el propio Swayze) pero su sorprendente éxito le permitió colocarse bien de cara a futuros trabajos, aparte de hacerle un apaño casi definitivo a su cuenta corriente.

El paso siguiente era huir de esta imagen de calientabragas. Y dado que nuestro amigo no andaba mal dotado en lo que a carrocería se refiere, decidió probar como repartidor de yoyas en una de acciónal uso. Una en la que pudiera lucir palmito cachas y ejercer de justiciero al más puro estilo Paul Kersey (o casi), destinado al sector más garrulo de la carterlera. Como el productor que le había ofrecido semejante oportunidad era nada menos que Joel Silver, considerado como un «Rey Midas» del cine de acción gracias a títulos como Límite 48 horas o la saga de Arma Letal, Patricio debió pensar que estaba ante su gran oportunidad: la de codearse con pesos pesados del ajuste de cuentas como Mel Gibson, llevarse una talegada de pasta gracias a un éxito asegurado y, ya que estamos, apuntalarse definitivamente en el estrellato de cara a futuros proyectos más serios, tal y como haría el propio Mel Gibson años después, disfrazándose de escocés (o más bien de pitufo melenudo) o haciéndoselas pasar putas (más que nunca) a Jesucristo.

El «name dropping» no es gratuito: ese es otro de los grandes atractivos de Road Ho…. esto…. De profesión duro: la presencia en el reparto de nombres ilustres del cine USA de segunda división de entonces. Unos auténticos «losers» escondidos tras un prurito de supuesta fama que supongo esperaban, o bien el relanzamiento o consolidación de una carrera en baja forma. Y a ninguno de ellos la jugada les salió especialmente bien, puesto que esta película que hoy nos ocupa no fue precisamente un fenómeno de masas en taquilla. Salvo el propio Patrick Swayze, que después de ésta encadenaría un par de títulos reseñables: la archiconocida Ghost, igual de pastelosa que Dirty Dancing pero mejor hecha y sin bailongeos (pero con Woopy Goldberg, que no sabemos qué es peor, la verdad) y La Ciudad de la Alegría, intento de nuestro amigo por salirse del típico cliché de héroe cachitas destinado a copar los pensamientos de tiernas adolescentes.

A partir de ahí Swayze cayó en el mismo pozo de «discreta penumbra» antes citado, y en él se ha quedado sin poder levantar cabeza, excepción hecha de un espectacular «cameo» como profesor de baile (¿de qué si no?) en Dirty Dancing II, que dicho sea de paso solo tiene de segunda parte el nombre…. Y es una pena, porque en esta web el bueno de Patrick nos cae casi tan simpático como Richard Grieco, Quique de Verano Ful, o Andrew Ridgeley.

 

De profesión duro se ajusta a todos o casi todos los clichés de las pelis de acción producidas por Silver Pictures, incluyéndose en el lote un argumento más repetido que los capítulos de los Simpsons en Antena 3, y que recuerda de algún modo al de cintas como Infierno de cobardes o El Jinete Pálido de Clint Eastwood por poner solo dos ejemplos. Nuestro querido Patricio interpreta a un segurata de baretos llamado Dalton (no, no tiene parentesco alguno con los famosos hermanos) que es contratado con un cheque en blanco por el dueño de un infecto tugurio sito en un villorrio de Kansas llamado Double Deuce. Un tugurio donde, textualmente, «la sangre corre todas las noches», y donde incluso los músicos que lo ambientan tienen que tocar tras una valla metálica. El mandamás en cuestión, que tiene en mente remodelar su local, quiere que Dalton se haga cargo de limpiar toda la escoria que por allí se pasea con total impunidad.

Y vaya si lo hace oigan, llegando a tener sus más y sus menos con Brad Wesley, una suerte de mini gangster del tres al cuarto que tiene aterrorizado a todo el pueblo con su mala leche y su ejército de matones. La cosa termina por explotar cuando Dalton se pasa por la piedra a la chica del gangster ante sus propias narices. Pero Dalton es mucho Dalton, tiene los cojones más grandes que el caballo del Espartero ese, y se lía a repartir mantas de hostias a diestro y siniestro para llevar nuevamente la paz y la justicia al pueblo y bla bla bla bla. Sí, suena un horror a un episodio de El equipo A.

Como vemos, un argumento que ni parido por David Lynch. A esto le unimos mucha acción (venga a cuento o no), basada en su mayoría en una suerte de artes marciales chusqueras, y escenas trucadas más propias del Kung Fu de David Carradine, unos buenos más chulos que un ocho pese a ir de «modestos» por el mundo y que aprovechan cualquier ocasión para soltar alguna frase ingeniosa, unos secuaces del malo risibles, cuyo único objetivo en la vida parece ser recibir una tunda tras otra del bueno de Patrick, un malo malísimo de la muerte que responde a todos los tópicos del género (incluyendo la cara de cabrón y el ademán impasible, sonrisita incluida, lo que le hace todavía más cabrón y detestable) y, ya que la cosa se ambienta en el Profundo Sur de los Iuesei, un puñado de tías supuestamente macizas según los típicos y discutibles cánones de belleza USA, esto es, con pinta de zorrón verbenero del Playboy, neumáticas y no pocas veces hiperoxigenadas hasta el duodeno.

A esto le ponemos el consabido envoltorio musical del tristemente fenecido Michael Kamen (músico «oficial» de la factoría Silver), que en este caso recuerda mucho en sus estridencias a la de la saga de Arma Letal y hala, ya tenemos un producto «típicamente Joel Silver» empaquetado y listo para vender, cargado hasta rebosar de testosterona y hecho a la mayor gloria y lucimiento de un Patrick Swayze que chupa cámara sin piedad, y sin perder la oportunidad de enseñar sus musculitos a la mínima que puede, que para eso es el prota absoluto del asunto, faltaría más.

Por enseñar enseña hasta el culamen. Y delante de una tía que no le conoce de nada, para más chulería. Y es que el personaje de Dalton casi daría para un sesudo y entretenido análisis psiquiátrico. El tío se hace pasar inicialmente por un tipo modesto, que no se considera el mejor en su profesión, y que va por ahí de pacifista. Un licenciado en filosofía practicante de tai chi que suelta perlas como «las peleas no las gana nadie» y cosas así, aparte de mostrarse vulnerable física y mentalmente. Pero a la hora de la verdad (es decir, cuando a Dalton le conviene) todo resulta ser pura fachada: Dalton es un verdadero cabrón, un zorro taimado que, aparte de atesorar más ego que Steve Vai y Vinnie Vincent juntos (que ya es decir), no duda ni por un instante en erigirse como dueño real y absoluto del garito.

Si llevas mullet, eres mi amigo

Y el caso es que el bueno de Dalton, como buen chulo cachas que es, no deja tampoco de ser un pelín tonto: ya le vale al amigo, destrozar adrede su precioso y carísimo Mercedes tuneao en la secuencia final, en lugar del cacharro renqueante que suele utilizar para desplazarse por el pueblo (para evitar que los agradecidos clientes que él echa «amablemente» de «su» local le revienten el Mercedes). Tampoco es desdeñable la aparición del canadiense Jeff Healey, un cantante y compositor ciego de cierto éxito junto a su banda, the Jeff Healey Band, y que es algo así como un José Feliciano del blues – rock. En la película destaca su peculiar estilo de tocar la guitarra, que consiste en colocarla boca arriba sobre las rodillas, de tal forma que casi parece que está tocando un teclado. En general la OST, con viejas luminarias del rock (Bob Seger o el grupo Little Feat tiene bastante carácter y está alejada del pop y el hair metal que abunda en las pelis de la época)

Después de haber leído este sesudo análisis crítico, es posible que ustedes piensen que De profesión duro es una puta mierda. Pues… no, miren. Ciertamente no es ninguna maravilla de la ciencia, y el desarrollo argumental casi lo puedes adivinar sin haber visto siquiera una sola secuencia de metraje. Lo que vas a ver podrá parecerte una cagada o no, pero ya estás avisado de que no es precisamente Pi y sus responsables no hacen, desde luego, ningún esfuerzo por esconderlo. Es como jugar al DOOM: acción y diversión sin complicaciones.

Y desde ese punto el filme da lo que promete, con algunas escenas de acción muy decentes, mucho tío y tía buen@ (para la época y según qué gustos) y algunos diálogos chispeantes e incluso divertidos gracias a la chulería de los protagonistas, como el que el propio Dalton sostiene con una neumática golfa, que quiere llevárselo al catre con todo el descaro pese a las reticencias del citado maromo: cuando ella pregunta a Dalton con cierto desasosiego «¿porqué no me miras?» él contesta, sacando a relucir todo el chulesco pasotismo del que es capaz «por timidez…».

 

Esta peli ha ido ganado fama con los años, gracias sobre todo al poderoso influjo de la TV, donde se repone de cuando en cuando. Aunque nadie hable de ella (salvo nosotros, claro), acores como Ben Gazzara (el malo de la peli), veterano con una lista de títulos en su haber casi tan larga como la lista de temas compuestos por Dieter Bholen, reconocen sin tapujos que le deben a Road House buena parte de su popularidad actual, hasta el punto de que no son pocos los que le identifican como «Brad Wesley«, el matón.

Como digo, no puedo evitar quedarme enganchado cada vez que la dan. Puede que sea su condición de vehículo, que sea un derroche de flipadas y que el argumento esté más sobado del tebeo. Pero… está hecha con gracia y oficio. Entretiene y deja un par de frases memorables, y en un mar de mediocridad, esto ha bastado para conseguir que sea recordad. Yo estoy entre esos que, si no puedo verla por las circunstancias que sean la grabo para verla en otro momento. Faltaría más, que yo de mayor quiero ser tan chulescamente socarrón como Wade Garrett y tengo que aprenderme el papel….