Hace poco os hablaba de una circunstancia desafortunada. El pasado sábado 5 de Abril, sobre las 12.00 fallecía Billy, conocido entre vosotros por el Virugato. El animal llevaba varios días enfermo debido a los fallos de su riñón y, tras un amago de recuperación, el pobrecito no pudo seguir luchando y nos dejó.

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Se me hace complicado expresar lo que Billy significaba para mí. Hasta que llegó a casa no supe lo unido que puedes llegar a estar a un animal. Forman parte de tu familia, de tu vida. Se convierten en un ser querido más, y como tal, quiero rendirle un justo homenaje.


Siempre dije que Billy nos agradecía el haberle adoptado. El pobre se encontró en la calle con apenas unos meses, antes de que lo acogiéramos, así que sabía lo que era pasar hambre y frío. El animal destacó por no huir de la presencia de los humanos, y por ello llamó la atención a una amiga de la familia. Me gusta pensar que nunca se le olvidaron aquellos días y por eso se convirtió en el gato más bueno y cariñoso que he conocido jamás, y he tenido y conocido muchos.
El día que llegó, hace algo más de 14 años, temblaba como una hoja de miedo. Se pasó la noche comiendo, del hambre que tenía. Mi hermana se dio un señor cabezazo con el sofá agachándose para saludarle, y su llanto le asustó aún más. Pero creo que pronto se dio cuenta de que allí estaba a salvo, aunque fuera a base de esconderse en el hueco para las botellas de vino del mueble de la cocina.

Al principio no hubo consenso sobre como llamarle. Yo le quería llamar Willy, que me parecía bonito para un gato, pero mi hermano Javier prefería Stimpy. Al resto de la familia le gustó más mi propuesta, aunque Javi siguió llamándole Stimpy durante algún tiempo. Poco a poco Willy fue derivando a Billy, que tenía más sonoridad. En aquella época estábamos enganchados a Melrose Place, y quizá la idea de cambiarle un poco el nombre llegó de ahí.
Así que, aunque en su cartilla de vacunación ponía Willy, era Billy para todos. Y a partir de ahí, se desarrollaron cantidad de motes paralelos: Bilillo, Bilote, Biloxi (mi favorito), Biloxiano, Boliche… Había para todos los gustos. Con el tiempo Javi dejó de llamarle Stimpy, aunque se vengó creando “los gatos acrobáticos”. En realidad se trataba de coger al animal y tirarle por los aires para que diera vueltas y cayera de pie sobre el sofá.

Tras un par de años, llegó otra invitada a la residencia Viruete: una coneja a la que mi hermana llamó Coni. O Connie, que queda mejor. El gato alucinó cuando vio por primera que la coneja hacía sus necesidades en su cajón de arena. ¡Era su cajón! Por ello nunca se llevó bien con la coneja y le daba con la pata en el morro, aunque ella contraatacaba y alguna vez se llevó un mordisco. Con la pareja de periquitos que teníamos, sin embargo, se llevaba mejor. Si bien al principio trataba de cazarlos y meter la pata en la jaula, al final se acabó acostumbrando a los pájaros.

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Fue entonces cuando empecé a cambiar mi modo de vida y, durante varios años, pasaba toda la noche despierto, hasta las siete o las ocho de la mañana. Al principio estudiando, luego vagueando, usando las BBS o navegando por Internet y jugando al ordenador (sobre todo al Master of Orion 2) y al final, escribiendo o trabajando traduciendo cosas. Y durante aquellas noches, la única “persona” despierta, con quien poder tener algo de contacto y compañía, era Billy. Supongo que yo era lo mismo para él: la única persona a esas horas con quién estar. Esos años forjaron una relación muy fuerte entre los dos, y él se convirtió en “mi” gato.

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Si yo iba a la cocina, el venía detrás, si volvía al salón, allí me seguía él. Andaba con pasitos cortos, aún siendo mayor, y en mi mente le acompañaba el ruidito agudo que en los dibujos animados hacen cuando un personaje va de puntillas. Le encantaba que le cogieran en brazos, se ponía a ronronear inmediatamente. Si le hablaba mirándole, me contestaba con maullidos, era increíble las conversaciones que teníamos. Él decía “miaglus” en vez del tradicional “miau”. Y me cubría a lametones, ¡como le gustaba lamer!. El pobre me quería tanto que intentaba colarse en la habitación cuando era la hora de dormir, para poder soñar juntos. El problema es que, si bien al principio era sigiloso, luego se aburría y se ponía a enredar o a lamerme y me despertaba cabreado.

Durante esas largas noches y casi solitarias noches se forjó nuestra amistad. Fueron muchas madrugadas frente al ordenador o el televisor y ahí estaba él, en mi regazo, o en el sofá, durmiendo mientras iba creando aquellos textos primerizos, o los guiones de mis programas de radio. Fue normal, que, alguna vez, a la hora de ilustrar algún artículo me acordara de él y comenzase a sacarle en la página
Y hablando de cosas de la web, también fue curioso la primera vez que vio al Furby Lu-Luh. Alerta, nervisoso, extrañado… La imagen era para partirse, aunque no tardó en darse cuenta de que era un cacharro. Quizá por aquel divertido primer encuentro, decidí unirlos a los dos en los artículos de comida. El parecía divertirse olisqueando el Trickyball y los Monchitos. Esos juguetes no le gustaban, prefería el papel de regalo y las cajas vacías, como casi todos los gatos. Un año le echamos por reyes una caja vacía, envuelta, claro, para que hiciera lo que quisiera. Y que contento se puso, como sonreía. Siempre tenía esa sonrisilla en la boca cuando le hacía las fotos. Por que Billy estaba siempre contento, se le vía en la cara.

No solo se prestaba de buenas a aquello…su empatía hacía que en ocasiones en las que estaba abatido o deprimido, o incluso llorando, el animal viniera sin que lo llamara, por su propia cuenta y notando algo raro, y subiera al sofá de un salto y me lamiera un poco como diciendo “¿qué te pasa? Acaríciame, que te sentirás mejor”. Y así sucedía. Menos mal que le tenía a él, el único que me comprendía y sabía lo que necesitaba. Billy jamás fallaba en aquellos momentos. Siempre estaba en mis momentos históricos, bien auto-compadeciéndome o bien desafiando al mundo. Ya lo decía mi tío Pepe, “parece un perrillo más que un gato”.
No era perfecto, ni mucho menos. Era celoso. En 2003 pasé varios días en el hospital, y os juro que lo que el motivo por el que más ganas tenía de volver a casa era para verle a él. Al regresar, tras cuatro o cinco días ingresado, el gato estaba enfadado conmigo por ausentarme tanto tiempo. ¡Mi gozo en un pozo! …. Cuando conoció a Montse le cayó mal, quizá porque yo estaba más pendiente de ella que de él. Alguna vez le arañó dejando caer la pata disimuladamente. Es lo que ella llamó “la mano tonta”. Pero en cosa de unos meses, la aceptó de mejor gana que a cualquier otra chica que haya traído a casa. Hasta fue el wallpaper del ordenador de Montse, y a mí me alegraba verle cuando iba a su casa y usaba su ordenador.

Sus travesuras consistían principalmente en meter los morros en jarras de aguas para beber, volcando la jarra en el proceso y empapando papeles y revistas. También gustaba de hacer excursiones a nuestros vecinos rumanos, saltando a su piso desde la terraza. Menos mal que ellos le recibían divertidos y no se enfadadan. ¿Cómo iba a ser de otra manera, con lo bueno que era? Hasta se dejaba coger y acariciar por ellos. Una vez le dio por asomarse por una ventana rota, y como resultado, se cortó la carita. Aún recuerdo el susto que me llevé cuando le vi con la cabeza empapada de sangre, sin saber lo que le había pasado. Afortunadamente no fue nada grave. De aquel incidente le quedó una pequeña cicatriz cerca de la nariz. ¡Por cotilla!

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Durante varios años le dio por mearse por casa durante la época de celo, pero nos daba pena castrarlo. Así me estropeó algunos tebeos, ropa, y en un fin de año, se meo en un abrigo de pieles de mi tía, que creo aún se acordará de aquello. Pero cuando estás viendo una película tú solo y el animal de repente salta para subirse encima de ti y se pone a ronronear y pone carita de felicidad te lo compensaba todo. Hasta los pises.
En nochevieja era un show. Siendo tan simpático y cariñoso, no le asustaba en absoluto que la casa se llenara de primos, tíos y amigos que no conocía. Al contrario, le gustaba el jaleillo y se dedicaba a pasearse por debajo de la mesa, pidiendo langostinos y gambas. Mi padre, que gusta de cocinarlas los sábados mientras ve el fútbol, también se acostumbró a que el animal le pidiera. Le encantaba también rebañar los yogures y petit suisse, quizá para compensar que solo pudiera comer comida de un tipo, debido a los problemas de riñón que empezó a tener ya de joven y que al final probaron ser fatales.

En enero de 2007 me fui de Alcalá de Henares para vivir en Madrid, y durante muchos meses me quejaba de echarle de menos, aunque le cuidaban mi madre y mis hermanos Javi, Miguel y Esemeralda. Cuando volvía a ver a mi familia, que afortunadamente era y es una vez cada 15 días, lo primero que hacía era buscarle. “Voy a ver a mi amigo”, le solía comentar feliz a Montse. Fijaos que hasta hace tres días aún tenía esa foto de ahí arriba, en la que salgo con él, como avatar del messenger, más de un año después de dejarle en casa de mis padres.
En Agosto del mismo año tuvo lugar una circunstancia muy curiosa. Decidimos dejar a nuestro gatito Buddy con mis padres, y que conociera a Billy, mientras nos íbamos de vacaciones. Coincidió que mis hermanos decidieron adoptar una gatita, a la que llamaron Suerte. Pues ahí se juntaron los tres gatos durante 10 días en que se lo pasaron fenomenal, y Billy hacía un poco de “abuelo” enseñándoles cosas y evitando que se desmadraran. Según Montse, formaron “la banda del Miaglus”, un peligroso grupo de gatos mercenarios dedicados a mendigar comida.

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La pequeña Suerte ha hecho honor a su nombre. Ha sido muy afortunada de tener durante sus primeros meses de vida un abuelillo como Billy, que se pasaba el día jugando con ella y mimándola. Y espero que nuestro Buddy de y reciba tanto amor como él. Anécdotas aparte, día a día nos dio su cariño. Bastaba con que estuviera ahí para que todo fuera más alegre. Os contaría mucho sobre lo mal que lo he pasado estos días, pero creo que si habéis querido mucho a un animal os haréis una idea. O al perder a tu mejor amigo, porque, no exagero, es lo que era. Billy vivió una buena cantidad de años; desde luego, más que si se hubiera quedado en la calle. Fue muy feliz y nos hizo felices a todos los que compartimos un hogar con él, y aún en su muerte me ha enseñado unas lecciones, amargas, pero que me acompañarán siempre. Gracias por todo.
Adios, Virugato.
Adios, Billy.
Adios, amigo.

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